Estaba decidida. Tenía meses revisando cortes de pelo, investigando, viendo videos en Youtube. Leyendo foros de mujeres que, como yo, habían tomado la decisión de hacer algo ¿drástico? Con su cabello. Sí, a simple vista parecía demasiado para un simple corte de pelo, pero en el país de las misses, donde hay peluquerías -casi- en cada cuadra, donde la frase “antes muerta que sencilla” parece no ser un adagio sino algo inserto en nuestro ADN, raparse el pelo debía tomarse con la misma rigurosidad que un tatuaje. Así de serio. Así de trascendental.

Llegué a la peluquería, un sitio bastante elegante en Los Palos Grandes, la peluquera se negó. ¿Tú estás loca? Me dijo, ‘’vamos a hacerte un bob, un corte moderno, algo -largo- corto”. “Un pixie” dijo otra, ahí estaba yo, con una capa y no precisamente de heroína, rodeada de mujeres que me recitaban el “Evangelio del pelo liso -y por qué no, largo”. ‘’Quiero raparme”, como Natalie Portman en V de Venganza, dije, mostrando la foto de mi celular. Todas se pasaban el teléfono de mano, mirando algo que las dejaba horrorizadas. ¿Estás segura?, ¿por qué mejor no ves estas revistas?, ‘’la tendencia para el 2018 dice que…”. Las interrumpí. No, no es eso lo que quiero, quiero raparme.

El barbero, todo lleno de tatuajes y con unos bigotes que Dalí hubiera envidiado, me dijo desde el otro lado del salón: Si te quieres pasar la máquina yo lo hago. Las mujeres no pusieron mayor resistencia, ‘’Que esa locura la haga David, es algo que no tiene vuelta atrás, tan bonita que te ves con tu pelo largo”. Me paré de la silla, abrumada. Agobiada. Repensando todo. Me subí a la silla del barbero, la única enteramente masculina en un sitio que parecía un espacio a medio camino entre la sala Luis XV de una tía en La Carlota y una peluquería de lujo en Saint Tropez. Un rococó caribeño. Me miró a los ojos a través del espejo, agarró la máquina y me dijo. ‘’Como Natalie Portman, ¿no?”. Asentí. Sonrío, “vamos a darle, pasito y poco a poco, porque eres una jevita”. Me reí, el chinazo aligeró los nervios.

Poco a poco la capa, el piso, todo el lugar fue llenándose de pelo. Mechones rubios, decolorados, grisáceos, negros, caían. Todos los tintes de meses. Todos los años de planchar, usar secador, crema para peinar. Todos los segundos invertidos en parecerme a otra cosa, a probar que tan bien me veía si hacía algo que me acercara más a la “miss”, a la “mamita de la radio”, “a la jevita que todos voltean a ver”. Veía el pelo caer y descubría de nuevo mi raíz y mis canas y los remolinos que me impidieron hacerme dos colitas derechas en el colegio. Al cabo de unos minutos todo había acabado.

Pagué el corte. Me vi en el espejo, reconociéndome palmo a palmo. Me maquillé un poco y salí a la calle. La gente me veía. Quizá elucubrando cosas, ¿tendrá algo?, ¿estará enferma? Sentía las miradas encima. Me monté en el autobús rumbo a la oficina. Las doñas en el Transchacao me dedicaban miradas y lanzaban al aire -como si fuera invisible- sus suposiciones, “seguro tiene lupus o una enfermedad de esas raras”, “Tan jovencita que se ve” decía otra. Era curioso saber que ninguna se paseaba por la posibilidad que fuera una mera decisión estética. ¡Eso jamás!

Llegué a la oficina y mis compañeros estaban en shock, pero había en sus rostros otra expresión, una del tipo “qué genial se ve”, “qué linda cara”, “que cool”. Asumo que trabajar en una agencia de publicidad me otorga esas “licencias”, aquí nada parece raro. Mandé un selfie al grupo de Whastapp de mi familia, así de millennial. “Me rapé el pelo. Espero seguir pareciéndoles linda”. Me reí después de darle a enviar. Es raro como dentro de nosotras parece estar inserta esa necesidad de ser de una u otra forma, piropeadas. Luego fui a distintas reuniones con clientes conservadores, muy conservadores. Sin embargo, parecían no darse cuenta, hasta que una rompiendo el silencio me abordó, ¿y ese nuevo look? Simplemente un cambio, le dije. Luego le expliqué por qué había decidido hacerlo. Automáticamente se interesó en mi búsqueda, decidieron seguirme en Instagram y conocer un poco más al respecto.

Todos los días comencé a colocar pequeñas #ReflexionesSobreElPelo en mis Instagram Stories para documentar las cosas que me pasaban, desde los cumplidos que me daban los motorizados en la calle -que parecen no mentir nunca y tener un tacto bien peculiar para el sutil arte del miamore- hasta esas situaciones raras, como un señor que me preguntó si “me estaba haciendo santo” -haciendo alusión a la práctica de la santería- A este le dije que no, que me habían educado católica, apostólica y romana y que sencillamente me había aburrido del pelo. Me sonrió de vuelta y me dijo “ahora te ahorras el champú, que está escaso”.

El 29 de enero del 2018 empezó esta aventura donde voy a comenzar de cero mi relación con el pelo. Voy a aprender a regenerarlo y a tratarlo como es debido. Voy a descubrir todos los demás recursos que tengo para “ser femenina” y sentirme bien, más allá de un escudo tan grande y demandante como es el cabello.

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