Cuando me comunicaron que el Instituto Progresista Venezolano publicaría su página web, enseguida me emocioné, no sólo por la alegría que me produce saber que en Venezuela se abre un nuevo espacio para el debate y la divulgación de propuestas bien fundamentadas, sino que también, me permitirá exponerles, en múltiples artículos, los argumentos de una propuesta organizativa de cara al futuro que nos merecemos y hacia el cual pudiéramos orientar nuestros mejores esfuerzos. Y si logramos que nuestros aportes, al y desde, el Instituto Progresista Venezolano, contribuyan con la proyección y planificación de esa sociedad de progreso con la que seguramente soñamos, los augurios de éxitos y consolidación pronto serán sinónimos de felicidades, así que: ¡Felicidades amigos!

Sin embargo, antes de poder desbordarme en la explicación de una sociedad organizada, en función de los paradigmas que están construyendo el mundo, convendría que exploráramos algunas percepciones de la sociedad venezolana actual.

Si nos trasladamos a las formas de gobierno aristotélicas, como un referente que podamos usar de trampolín, antes de zambullirnos en las profundidades de la interpretación de académicos, discursos, e intereses políticos; encontraremos tres formas de gobierno: El gobierno de uno, el gobierno de pocos y el gobierno de muchos, y en cada una de estas formas de gobierno, según la cantidad de gobernantes, encontraríamos una forma pura o recta y una forma impura o desviada, de las cuales la forma recta centraría sus esfuerzos en el bienestar colectivo o el bien común, mientras que la forma desviada, atendería al bienestar particular de los gobernantes a partir del logro de ventajas sobre las otras partes. De este modo, encontraríamos que la forma recta del gobierno de uno, sería la monarquía, mientras que, la forma desviada, la llamaríamos tiranía, o, aristocracia en la forma recta del gobierno de pocos, y oligarquía en su forma desviada. Sin embargo, este no es el caso venezolano, nuestro país, al menos en el texto constitucional (Constitución de la República Bolivariana de Venezuela con enmmienda Nº 1 de fecha 15 de febrero de 2009), se constituye como un Estado democrático, es decir, un país gobernado en base a los intereses de muchos.

Con el paso de los siglos, el término democracia fue adquiriendo su actual connotación positiva. Ante esto, muchos traductores a lenguas modernas optaron por verter politeia como república, democracia, o constitución democrática; al utilizar democracia para designar el gobierno recto de muchos, pasaron a emplear demagogia para caracterizar al gobierno desviado de esos muchos. (Emmerich & Favela Gavia, 2007)

Pero, esos intereses, que al fin de cuenta dominan nuestra realidad ¿Responden al bien común, o al bienestar particular de los gobernantes? Dependiendo de la ingenuidad de la respuesta, pudiéramos definir si nuestro gobierno de muchos se mantiene dentro del camino señalado en nuestra constitución, o si se desvió a voluntad de los gobernantes. Por mi parte, permítanme señalar que mi posición al respecto se fundamentará en el uso que podamos tener, como sociedad, de la razón, entendiendo que a ésta sólo se le puede acceder a partir del debate en: El foro público, la esfera pública, o el mercado de las ideas, independientemente de cómo la quieran denominar.

Las tres principales características de este mercado de las ideas eran las siguientes: 1) estaba abierto a todos los individuos, sin barreras para entrar, salvo la necesidad de estar alfabetizado. Es preciso añadir que este acceso se aplicaba no solamente a quien recibía la información, sino también a aquellos que tenían la capacidad de contribuir con información al flujo de ideas disponible para todos. 2) El destino de las ideas aportadas por los individuos dependía, en su mayor parte, de una meritocracia de ideas emergentes. Aquellos a quienes el mercado juzgaba como buenos ascendían a lo más alto, con independencia de la riqueza o la clase social del individuo que las aportaba. 3) Las reglas aceptadas del discurso daban por sentado que todos los participantes estaban gobernados por el deber no verbalizado de buscar el consenso general. Eso es lo que llamamos una «conversación democrática» (Gore, 2007)

Pero, cuando intentamos ubicar un espacio similar en nuestro país, solemos tropezar con un peligroso silencio y a pesar de tener Constitución, Leyes, Asamblea Nacional, Tribunal Supremo de Justicia y hasta libertad de expresión, generalmente nos encontramos, en el mejor de los casos, con una breve mención de las informaciones que nos atañen a todos, y en la mayoría de estos, una manipulación o desvío de las informaciones, bien sea en medios tradicionales, redes sociales, o interacciones institucionales. Así que, mientras políticos y gobernantes construyan, a su medida, las posibilidades de manipular los sentimientos y emociones de las masas: Sembrando miedo, mintiendo, demonizando a los actores políticos, apalancando un liderazgo carismático, o guardando silencio; estaremos en presencia de una demagogia.

De allí la importancia de construir espacios como este, que busquen la generación de un foro público capaz, mediante ideas y argumentos, de disminuir las ventajas que se han forjado los gobernantes al intentar someternos a esta demagogia disfrazada de revolución, pero también, capaz de abrirle la puerta a la conversación democrática y propiciar el encuentro entre quienes queremos alcanzar el bienestar individual a partir de la construcción del bien común.

Imagen: Puerto Ordaz